Cartas Indígenas

Carta de Andrés Nuningo, huambisa de la Amazonía Peruana


"En mi tierra yo me levantaba tranquilo por la mañana. No tenía que preocuparme de ropa porque mi casa estaba aislada, rodeada de mis chacras y del monte. Con toda paz me quedaba mirando la naturaleza inmensa del río Santiago, mientras mi señora preparaba el fuego. Me refrescaba en el río y salía con la canoa a dar una vuelta para traer algunos cunchis o tarrafear unas mojarras, todavía con las primeras luces.

Sin preocuparme de la hora, regresaba. Mi señora me recibía contenta; preparaba los pescados y me daba mi cuñushca, mientras me calentaba junto al fuego. Conversábamos mi señora, mis hijos y yo hasta que la conversación se acababa. Después ella se iba a la chacra y yo, con mi hijo varón, al monte. Andando por el monte enseñaba a mi hijo cómo es la naturaleza, nuestra historia, todo según mi gusto y las enseñanzas de nuestros antepasados. Cazábamos y regresábamos contentos con la carne del monte. Mi señora me recibía feliz, recién bañada y peinada, con su tarache nuevo. Comíamos hasta quedar satisfechos.

Si quería descansaba, si no visitaba a los vecinos y hacía mis artesanías; luego llegaban mis parientes y tomábamos masato, contábamos anécdotas y, si la cosa se ponía bien, terminábamos bailando toda la noche.








Ahora, con el desarrollo, la cosa cambia. Hay horas por la mañana para el trabajo. Trabajamos los cultivos de arroz hasta tarde y volvemos a la casa sin nada. La señora, tremenda cara larga; con las justas me pone un plato de yuca con sal. Casi no hablamos. Mi hijo va a la escuela a que le enseñen cosas de Lima. Luego de cosechar, son mil peleas para cobrar una miseria. Todo va para el camionero y para los comerciantes.

Apenas llevo a mi casa unas latitas de atún, unos fideos y, lo peor, es que con esta clase de agricultura se nos va terminando el terreno comunal y pronto no quedará nada. Ya veo a todos mis paisanos rebuscando en los basurales de Lima.

Cuando estuve en Bogotá, me preocupé por conocer cómo es la vida de los millonarios. Me dijeron que los millonarios tienen su casa aislada en medio de lindos paisajes. Que se levantan por la mañana tranquilos para mirar el paisaje, se bañan en su piscina. Llegan y el desayuno ya está servido y, como no tienen prisa, conversan tranquilamente con su mujer y sus hijos. Los niños van a un colegio selecto donde les enseñan al gusto del padre. El hombre pasea por su hacienda y pega unos tiros a las aves o pesca. A su regreso encuentra la mesa puesta y la señora bien arreglada para el almuerzo. Duerme después de la comida o se dedica a pintar o a pequeños entretenimientos de carpintería o cosas así. Luego, sale donde los amigos a tomarse unos tragos y si quieren bailan hasta cuando les parece.

Entonces yo me pregunto: ¿Es que yo, con todos mis paisanos, acabaremos en los basurales para que uno o dos millonarios puedan hacer la vida que nosotros hacíamos antes?

¿Es esto la Buena Vida que promete el Desarrollo?"



Andrés Nuningo. 









Carta Abierta de Guaycaipuru Cuahtémoc a Europa




Escrita por LUIS BRITTO GARCIA. P
eriodista de opinión e investigador en Ciencias Sociales. Publicada e
l 18 de octubre de 1990, en el diario “El Nacional” de Caracas, Venezuela con el título “Guaicaipuro Cuauhtémoc cobra la deuda a Europa”. Guaycaipuru fue un cacique mexicano pre-hispánico.








SOBRE LA DEUDA EXTERNA





"Aquí pues yo, Guaycaipuru Coutemoc he venido a encontrar a los que celebran el encuentro. 

Aquí pues yo, descendiente de los que poblaron la América hace cuarenta mil años, he venido a encontrar a los que se la encontraron hace quinientos años. Aquí pues nos encontramos todos, sabemos lo que somos y es bastante, nunca tendremos otra cosa. 





El hermano aduanero europeo me pide papel escrito con mi visa para poder descubrir a los que me descubrieron. El hermano usurero europeo me pide pago de una deuda contraída por Judas, a quienes nunca autoricé a venderme. El hermano leguleyo europeo me explica que toda deuda se paga con intereses,  aunque sea vendiendo seres humanos y países enteros sin pedirles consentimiento, yo los voy descubriendo. 

También yo puedo reclamar pagos, también puedo reclamar intereses. Consta en el archivo de Indias, papel sobre papel, recibo sobre recibo, firma sobre firma, que solamente entre el año 1503 y 1660 llegaron a Sanlúcar de Barrameda ciento ochenta y cinco mil quilos de oro y dieciséis millones de kilos de plata provenientes de América. 





¿Saqueo? No lo creyera yo, porque es pensar que los hermanos cristianos faltan a su séptimo mandamiento. 

¿Expoliación? Guárdeme tan así de figurarme que los europeos igual que Caín matan y después niegan la sangre del hermano.

¿Genocidio? No. Eso seria dar crédito a calumniadores como Bartolomé de las Casas, que califica al encuentro de destrucción de las Indias o a ultroso como el Dr. Arturo Pietri quien afirma que el arranque del capitalismo y de la actual civilización europea se debió a la inundación de metales preciosos. 

No, esos ciento ochenta y cinco mil kilos de oro y dieciséis millones de kilos de plata, deben ser considerados como el primero de varios préstamos amigables de América para el desarrollo de Europa, lo contrario sería presuponer crímenes de guerra, lo que daría derecho no sólo a exigir devolución inmediata sino indemnización por daños y perjuicios. 

Yo, Guaycaipuru Coutemoc, prefiero creer en la menos ofensivas de las hipótesis; tan fabulosas exportaciones de capital, no fueron más que el inicio de un plan Marshall de suma, para garantizar la reconstrucción de la bárbara Europa, arruinada por sus deplorables guerras contra los cultos musulmanes, defensores del álgebra, la poligamia, el baño cotidiano y otros logros superiores de la civilización.

Por eso, al acercarnos al quinto centenario del “empréstito” podemos preguntarnos, ¿Han hecho los hermanos europeos, un uso racional, responsable, o por lo menos productivo, de los recursos tan generosamente adelantados por el Fondo Indo americano Internacional? Deploramos decir que no.

En lo estratégico lo dilapidaron en las batallas de Le Panto, armadas invencibles, terceros raich y otras formas de exterminio mutuo, sin más que acabar ocupados por las tropas vilingas de la OTAN, como Panamá, pero sin canal.

En lo financiero han sido incapaces, después de una moratoria de quinientos años, tanto de cancelar capitales e intereses, como de independizarse de las rentas líquidas, las materias primas y la energía barata que les exporta el Tercer Mundo.

Este deplorable cuadro corrobora la afirmación de Milton Friedman conforme a la cual una economía subsidiada jamás podrá funcionar y nos obliga a reclamarles por su propio bien, el pago de capital e intereses, que tan generosamente hemos demorado todos estos siglos. Al decir esto, aclaramos que no nos rebajaremos a cobrarles a los hermanos europeos las viles y sanguinarias tasas flotantes de un 20 % y hasta un 30 % que los hermanos europeos le cobran a los pueblos del Tercer Mundo; nos limitaremos a exigir la devolución de los metales preciosos adelantados, más un módico interés fijo de un 10 % anual, acumulado durante los últimos trescientos años. 

El numero da una expresión total para la que serían necesarias más de trescientas cifras y que supera ampliamente el peso de la tierra, muy pesadas son estas moles de oro y de plata ¿Cuánto pesarían calculadas en sangre? 

Aducir que Europa en medio milenio no ha podido generar riquezas suficientes para cancelar este módico interés, seria tanto como admitir su absoluto fracaso financiero y/o la demencial irracionalidad de los supuestos del capitalismo.

Nos contentaríamos con que nos pagaran, entregándonos la bala con que mataron al poeta, pero no podrán, porque esa bala es el corazón de Europa."











Carta del Jefe de Seatle al Gran Jefe en Washington 


En 1854, el presidente de Estados Unidos le propuso a una tribu indígena comprar gran parte de sus tierras, ofreciendo en contrapartida, la concesión de otra “reserva”. La carta de respuesta del Jefe Seatle, distribuida por la ONU (programa para el medio ambiente) y más adelante publicada íntegramente, ha sido considerada uno de los más bellos y profundos pronunciamientos hechos sobre la defensa del medio ambiente. 



“El gran Jefe de Washington ha mandado decir que desea comprar nuestra tierra. El Gran Jefe nos ha asegurado también su amistad y benevolencia. Esto es amable de su parte. Ahora bien, nosotros  sabemos que él no necesita nuestra amistad.

Vamos, sin embargo, a pensar en su oferta, pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco vendrá con armas y tomará nuestra tierra.  El Gran Jefe de Washington puede confiar en lo que dice el Jefe Seattle con la misma certeza con que nuestros hermanos blancos pueden confiar en el cambio de las estaciones del año. Mi palabra es como las estrellas. Ellas no palidecen.

¿Cómo puedes comprar o vender el cielo y el calor de la Tierra? Tal idea nos es extraña. Si no somos dueños de la pureza del aire o del resplandor del agua ¿cómo puedes entonces comprarlos?.

Cada terrón de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada hoja reluciente del pino, cada playa arenosa, cada velo de neblina en la oscura selva, cada claro del bosque y cada insecto que zumba son sagrados en las tradiciones y en la conciencia de mi pueblo. La savia que circula por los árboles lleva consigo los recuerdos del hombre rojo.

El hombre blanco olvida su tierra natal cuando, después de muerto, va a vagar entre las estrellas.  Nuestros muertos nunca olvidan esta hermosa tierra, pues  ella es la madre  del hombre rojo.  Somos parte de la Tierra y ella es parte de nosotros.  Las flores perfumadas son nuestras hermanas. El venado, el caballo y la gran águila son hermanos nuestros. Las cumbres rocosas y las campiñas verdeantes, el calor de los ponis y el del ser humano, todos pertenecen a la misma familia.

Por eso cuando el Gran jefe de Washington manda decir que desea comprar nuestra tierra, exige mucho de nosotros.  El Gran Jefe manda decir que va a reservar para nosotros un lugar en el que podamos vivir cómodamente.  Él será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos.  Por eso vamos a considerar tu oferta de compra de nuestra tierra.  Pero no va a ser fácil, porque esta tierra es sagrada para nosotros.

Esta agua brillante que corre por los ríos y arroyos no es sólo agua, sino también la sangre de nuestros antepasados.  Si te vendemos la tierra deberás acordarte de que es sagrada y tendrás que enseñarles a tus hijos que es sagrada y que cada reflejo en el espejo del agua transparente de los lagos cuenta las historias y los recuerdos de la vida de mi pueblo.  El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.  Los ríos son nuestros hermanos. Sacian  nuestra sed. Los ríos transportan nuestras canoas y alimentan a  nuestros hijos. Si te vendemos nuestra tierra habrás de recordar y de enseñar a tus hijos que los ríos son nuestros hermanos y también tuyos y tendrás que tratar a los ríos con la misma amabilidad que otorgarías a un hermano.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida.  Para él un lote de terreno es igual al otro, porque es un forastero que llega en el silencio de la noche y arrebata de la tierra todo lo que necesita.  La Tierra no es su hermana, sino su enemiga.  Y después de conquistarla se marcha.  Deja tras de sí las tumbas de sus antepasados y no le importa.  Arrebata la tierra de las manos de sus hijos y no le importa.  Olvida la sepultura de sus padres y el derecho de sus hijos a la herencia.  Trata a su madre, la Tierra,  y a su hermano, el Cielo,  como cosas que se pueden comprar, saquear, vender como ovejas o quincallería reluciente.  Su voracidad arruinará la Tierra,  dejando tras de sí sólo desierto.

No sé. Nuestros modos de proceder difieren de los tuyos.  La visión de tus ciudades causa tormento a los ojos del hombre rojo.  Pero tal vez sea así porque el hombre rojo es un salvaje que no entiende nada.

No hay ni un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco.  No hay un lugar en el que se pueda oír el brotar de las hojas en la primavera o el revolotear de las alas de un insecto.  Pero tal vez eso se deba a que yo soy un salvaje que no entiende nada.

El ruido no sirve más que para insultar a los oídos ¿Y qué vida es ésa en la que un hombre ya no puede oír  la voz solitaria de un  curiango,  la conversación de los sapos junto al pantano? Soy un hombre rojo y no entiendo nada.  El indio prefiere el suave susurro del viento acariciando la superficie de un lago y el aroma del mismo viento, purificado por una lluvia de medio día u oliendo a pino.

El aire es muy valioso para el hombre rojo, porque todas las criaturas  participan de la misma respiración, los animales, los árboles y el ser humano.  Todos participan de la misma respiración.  El hombre blanco no parece percibir el aire que respira.  Como un  moribundo  en prolongada agonía, es insensible al aire fétido.  Pero si te vendemos  nuestra tierra habrás de acordarte de que el aire es precioso para nosotros, que el aire reparte el espíritu  con toda la vida que él sustenta.  El viento que dió a nuestro bisabuelo su primer soplo de vida recibe también su último suspiro.  Y si te vendemos nuestra tierra, deberás mantenerla reservada, hecha un santuario, como un lugar al que el mismo hombre blanco pueda ir para saborear  el viento, endulzado con la fragancia de las flores del campo.

Así,  pues, vamos a considerar tu oferta de compra de nuestra tierra.  Si decidimos aceptar, lo haré con una condición: el  hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como si fuesen hermanos.

Soy un salvaje y no consigo pensar de otro modo.  He visto  millares de bisontes pudriéndose en la pradera, abandonados por el hombre blanco que los abatía a tiros disparados desde un tren en movimiento.  Soy un salvaje y no entiendo  cómo un humeante caballo de hierro puede ser más importante que el bisonte que nosotros, los indios, matamos únicamente para sustento de nuestras vidas.

¿Qué es el hombre sin los animales?  Si todos los animales se acabasen, el hombre moriría de soledad de espíritu.  Porque todo lo que les sucede a los animales, le sucede luego también al hombre.  Todo está relacionado entre sí.

Debéis enseñarles a vuestros hijos que la tierra donde pisan simboliza las cenizas de nuestros antepasados .  Para que tengan respeto  a los padres, cuéntales a tus hijos que la riqueza de la tierra son las vidas de nuestros parientes.  Enséñales a tus hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros: que la Tierra es nuestra madre.  Todo cuanto hiere a la tierra, hiere a los hijos e hijas de la Tierra.  Si los hombres escupen en el suelo, escupen sobre sí mismos. 

Una cosa sabemos: que la tierra no le pertenece al hombre.  Es el hombre el que pertenece a la Tierra.  De eso estamos ciertos.  Todas las cosas están relacionadas entre sí como la sangre que une a una familia.  Todo está relacionado.  Lo que hiere a la  Tierra, hiere también a los hijos e hijas de la Tierra.  No fue el hombre el que tejió  la trama de la vida: él es sólo un hilo de la misma.  Todo cuanto haga con la trama se lo hará a sí mismo.

Nuestros hijos han visto a sus padres humillados en la derrota.  Nuestros guerreros sucumben bajo el peso de la vergüenza.  Y  tras la derrota pasan el tiempo sin hacer nada, envenenando su cuerpo con alimentos endulzados y bebidas fuertes.  No tiene mucha importancia donde pasaremos nuestro últimos días.  Estos no son muchos.  Algunas horas más, algunos inviernos quizás, y ninguno de los hijos de las grandes tribus que vivieron  en estas tierras o que hayan vagado en grupos por los bosques quedará para llorar sobre los túmulos, un pueblo que un día fue tan poderoso y lleno de confianza como el nuestro.

Ni el hombre blanco con su Dios, con el que anda y con quien conversa de amigo a amigo, queda al margen del destino común.  Podríamos ser hermanos a pesar de todo.  Vamos a ver.  Estamos ciertos de que el hombre blanco llegará tal vez a descubrir, un día, una cosa: nuestro Dios es el mismo Dios. Quizás pienses que lo puedes poseer de la misma manera que deseas poseer nuestra tierra.  Pero no puedes.  El es el Dios de la humanidad entera.  El tiene la misma piedad para con el hombre rojo y para con el hombre blanco.  Esta Tierra es preciosa para Él. Causar daño a la Tierra es despreciar a su Creador.

Los blancos también han de acabarse un día.  Puede que más temprano que todas las demás razas. ¡Seguid adelante! ¡Ensuciad vuestra cama! ¡Una noche vais a morir ahogados en vuestros propios excrementos!.

Sin embargo, al desaparecer, brillarán con fulgor, abrasados por la fuerza de Dios que los trajo a este país y los destinó a dominar esta tierra y al hombre rojo.

Este destino es un enigma para nosotros.  No conseguimos imaginarnos cómo será cuando los bisontes hayan sido masacrados, los caballos salvajes domesticados, los rincones más apartados del bosque infestados por el olor de mucha gente y las colinas ondulantes cortadas por los hilos que hablan.

¿Dónde ha quedado el bosque denso y cerrado? Se acabó ¿Dónde estará el águila? Se fue. ¿Qué significa decirle adiós al poni ligero y a la caza? Es el fin de la vida y el comienzo de la supervivencia.

Por algún designio especial,  Dios os ha dado el dominio sobre los animales, los bosques y el hombre rojo.  Pero ese designio es para nosotros un enigma.  Tal vez lo comprenderíamos si conociésemos los sueños del hombre blanco, si supiésemos cuáles son las esperanzas que transmite a sus hijos  e hijas en las largas noches de invierno y cuáles las visiones de futuro que ofrece a sus mentes para que puedan formular deseos para el día de  mañana.

Pero somos salvajes.  Los sueños del hombre blanco siguen ocultos para  nosotros.  Y por estar ocultos, hemos de caminar  solos nuestro propio camino, pues por encima de todo, apreciamos el derecho que cada uno tiene  de vivir conforme desea.  Por eso, si el hombre blanco lo conciente, queremos ver garantizadas las reservas que nos prometió.  Allí quizás podamos vivir nuestro últimos días conforme deseamos.

Después que el último hombre rojo haya partido y su recuerdo no pase de ser la sombra de una nube flotando sobre las praderas, el alma  de mi pueblo seguirá viviendo en estos bosques y playas, porque nosotros las hemos amado como un recién nacido ama el palpitar del corazón de su madre.

Si te vendemos nuestra tierra, ámala como nosotros la amábamos, protégela como nosotros la protegíamos.  Nunca olvides cómo era esta tierra cuando tomaste posesión de ella.  Y con toda tu fuerza, con tu poder y con todo tu corazón, consérvala para tus hijos e hijas y ámala como Dios nos ama a todos.

Una cosa sabemos: nuestro Dios es el mismo Dios.  Esta Tierra le es sagrada. Ni siquiera el hombre blanco puede eludir el destino común a todos nosotros”.